Mario miraba cómo el ocaso se desbrozaba en malva y rojo. El arrebol de las lágrimas de fuego serenaba sus turbaciones mentales.
- ¿Qué te pasa?
- Nada.
- Estás muy callado.
Y Mario calló. Ella al rato prosiguió:
- Eras alegre y ahora pareces una mente perdida en cavilaciones ansiosas y estériles.
- ¿Sabes cúal es el placer más grande del mundo?
- ¿Cúal? - levantándose de la curiosidad.
- Aunque seas la odalisca sentimentaloide hecha a la medida de mis fruiciones hay algo infinitamente superior.
- Tú dirás -con ademán de aborrecimiento.
- Que nadie me toque los cojones.
Y ella se fue de un portazo. Mario apretó el puño y al fin suspiró de tranquilidad.
- ¿Qué te pasa?
- Nada.
- Estás muy callado.
Y Mario calló. Ella al rato prosiguió:
- Eras alegre y ahora pareces una mente perdida en cavilaciones ansiosas y estériles.
- ¿Sabes cúal es el placer más grande del mundo?
- ¿Cúal? - levantándose de la curiosidad.
- Aunque seas la odalisca sentimentaloide hecha a la medida de mis fruiciones hay algo infinitamente superior.
- Tú dirás -con ademán de aborrecimiento.
- Que nadie me toque los cojones.
Y ella se fue de un portazo. Mario apretó el puño y al fin suspiró de tranquilidad.