Clint Eastwood dijo que las opiniones son
como los culos, cada uno tiene el suyo.
Y es cierto.
Pero hay culos y culos. Igual que hay
opiniones que nos han hecho reír y otras que han cambiado la historia del
mundo.
Pero, volvamos a los culos, que, al fin y
al cabo, son mucho más interesantes que las opiniones.
Por suerte, yo tengo un culo único, como mi
número de DNI, inconfundible, que me conforma como la persona que soy. Con su
preciosa celulitis y todo. A mi novio le encanta, porque es mío. El suyo, tiene
más pelo que el de un mono injertado. Pero lo adoro, porque es suyo.
Sin embargo, tal vez por desgracia, no
siempre ocurre así.
No cabe hesitación si se asevera que el
ser humano es, esencialmente, social. Seamos sinceros, tenemos un pánico
inmensurable a quedarnos solos. Es por ello, por lo que mi culo debe seguir en
su sitio, pero estar más prieto, más tonificado y… bueno, hasta hace poco mejor
que no fuera grandote, pero si lo tiene así Kim Kardashian será mucho más
trendy.
Y esto, ¿por qué?
Fácil explicación: voy a conseguir miles
de likes en Facebook e Instagram y una colección de buenorros Tinder. Mi lema
es “Deseada por todos, envidiada por todas”.
Al margen de esta digresión satírica,
debemos indicar que el tema de la obsesión por la apariencia física no es
nuevo. Ha existido siempre.
La razón prima y fundamental es el sexo.
De ella derivan las demás. La mujer, busca aparearse con un hombre fuerte y
poderoso. El hombre con mujeres de rasgos físicos exuberantes, que provoquen
miradas lascivas hasta el asco en sus congéneres.
En todo lugar, el aspecto físico es la
carta de presentación más importante. Imprescindible e insoslayable. Esta carta
de presentación es el introito a la configuración de la imagen global de cierta
persona. Y esta imagen, el tamiz que nos hace desbrozar el trigo de la paja.
Por eso en Tinder se puede suprimir la descripción verbal pero no la foto.
Una característica esencial del aspecto
físico es su temporalidad. Los cánones de belleza no son ideas platónicas
únicas, eternas e inmutables. Son,
radicalmente hijos de su tiempo.
En la prehistoria, molaban las titis
gordas, las superjamonas, mujeres de anchas caderas y pechos descomunales que
caían hasta el ombligo. El motivo, es que la imagen deseada era la de una mujer
capaz de engendrar, amamantar y nutrir a una extensa familia. La supervivencia
de la especie humana.
En tiempo de mis abuelos, estaban en boga
las mujeres gorditas –que no rollizas- y blancas como la nieve. Féminas de
familia acomodada, de la que no hubiera la más mínima sospecha de que hubieran
pasado hambre y sin mácúla de luz solar. La tez morena era propia de pobres
jornaleros que trabajaban a la interperie.
En la época de mis padres, el tiempo le
dio la vuelta a la tortilla. El bronceado y la delgadez triunfaron. Asistimos
por primera vez al macabro y bochornoso espectáculo de ver a supermodelos
–gente de influencia en las masas- delgadas a tal extremo que parecían sacadas
de un campo de concentración nazi.
En nuestro tiempo, todo se resume en una
palabra: gimnasio. A priori podríamos pensar que salud y belleza al fin van de
la mano. ¡Qué ilusos! Nada más lejos de la realidad, los de la nueva especie
–los mentecatos de gimnasio- llevan por bandera irrenunciable la dieta
hiperproteíca, las suplementaciones y, en casos desaforados, los esteroides. Se
les distingue fácilmente, la petulancia y el narcisismo son sus señas
identitarias. Viven para el selfi y el espejo. La única cuestión existencial
que se hacen en sus miserables y cativas vidas es: Ohhh, espejito espejito,
¿quién es el más fuerte del gimnasio?
Hoy en día, existe otro elemento
poderosísimo, un altavoz que llega hasta las plazas más recónditas del globo y
cuyo eco aturde como un sismo a la humanidad entera. Hablamos como no podría
ser de otro modo de internet y las redes sociales. Estas herramientas que han
devenido en una forma de vivir, han globalizado los cánones de belleza de todo
el mundo. Han dado pábulo a que el marketing encubierto y los influencers determinen
las nuevas tendencias que hemos de seguir para no quedarnos anquilosados y ser
más guays.
Por otro lado, la revolución digital ha
llevado aparejada la imprescindible construcción de perfiles en distintos
sitios web con fines laborales o sociales y la consiguiente expiración del
anonimato, una situación que previamente nos permitía proteger nuestra
intimidad, bajo la siguiente premisa: Quién no está en la red no existe.
La necesidad de proyectar una imagen en
la red, una imagen que puede verse en todo el planeta, ha magnificado la
importancia de la apariencia física, no solo como elemento sexual –que siempre
se halla presente- sino como criterio que nos permite normalizar a una persona
de tal forma que se selecciona a aquel que cumple un estándar acorde al canon
imperante de belleza.
A mayor abundamiento, la creciente
importancia de la apariencia, motiva que la mayor parte del mundo occidental no
se sienta satisfecha con su imagen corporal generándose un sufrimiento
superfluo acompañado de evitables problemas en las relaciones sociales, el trabajo
y otras áreas importantes de la actividad del individuo. Para cuadrar el
círculo, hay evidencia científica de estudios que demuestran lo que
sospechábamos: a mayor uso de las redes sociales mayor es la insatisfacción
corporal. El estándar ya no sólo lo marca una celebrity, sino la vecina que
tiene 1.000.000 de seguidores y 4.000 likes en cada foto de Instagram. De esta
forma, el descontento acerca de la propia imagen física se ve acuciado por
personas muy próximas con las que la comparación es más directa y dañina
emocionalmente.
El mundo digital, se ha convertido en el
fiel escudero de un fenómeno anterior cuya revolución eclosionó con un fuerte
zumbido en la generación de misprogenitores, el marketing. Los cuerpos ideales que aparecen ya en todo tipo
de medios han sido el punto de partida de patologías como la anorexia y la
bulimia al generar diferencias entre la realidad y la burda farsa deletérea que
nos quieren vender.
Los ganadores de esta partida y de la
pecunia que la sociedad les da para retribuir la necesidad que a través de un
sibilino marketing han construido, son los llamados mercaderes de la
insatisfacción siempre prestos a vendernos una pócima mágica para ser felices gracias a nuestros cuerpos de revista.
Toda esta vorágine nauseabunda de la
obtención de la imagen perfecta al margen de criterios de salud me provoca un
deseo irrefrenable de huir de la vacuidad de lo meramente superficial y
pasajero hacia posturas ante la vida que tengan como objetivo la felicidad que
la identifico como la serenidad armónica.
Por el hecho de tener un cuerpo perfecto
no te vas a sentir valorado por la sociedad. En todo caso por una manada de
estultos. Pero no te valorarán a ti como persona sino como una mera masa
arquetípica compuesta de carne y huesos. Es nuestro cerebro, y ninguna otra
parte del cuerpo, la que nos define dentro de la humanidad, nuestra esencia y
único fundamento. Podemos operarnos la nariz, muscular nuestros ortos y
ponernos unas tetas en las que se pueda apoyar un cubata. Pero seguiremos
siendo la misma idiota de siempre, con el mismo seso. Es por ello por lo que lo
más relevante siempre será cultivar los tejidos craneoencefálicos con el objeto de iluminar nuestra alma mediante
el conocimiento, sin abandonar el cuidado de la nutrición y el ejercicio físico
para alcanzar una perfecta simbiosis entre cuerpo y mente ya reveladas por las
filosofías orientales y plasmada per omnia saecula saeculurum por el aforismo
latino “Mens sana y corpore sano”.