El verde trigo joven era oreado por el Sol eviterno.
Los alcores melifluos se anexaban y superponían con una bella naturalidad desordenada.Tras los juncos, el Río Grande se erguía ajeno a sus legendarias historias bajo el azul de los días.
El verde trigo joven era oreado por el Sol eviterno.
Los alcores melifluos se anexaban y superponían con una bella naturalidad desordenada.Era mayo y ya el resol desfiguraba el horizonte. Las jacarandas de añil teñían las lontananzas bajo el azul inmaculado del cielo.
Los claveles brotaban de los escotes y tintineaban al bamboleo de la brisa de los senos.Mario pensaba en perderse en la felicidad verdadera, esa serenidad de ser y estar a un mismo tiempo sin querer nada.
El verde trigo joven era oreado por el Sol eviterno.
Los alcores melifluos se anexaban y superponían con una bella naturalidad desordenada.Un peral salvaje descabalado se alzaba sobre la roca. Mario impertérrito ascendía entre aulagas y genista hacia la cima.
Allí se deleitó con las siluetas del horizonte al atardecer.
Imaginó transfigurarse en un íngrimo nimboestrato que el siroco llevó a los pináculos del cimborrio.
Al final del verano, miles de petirrojos le atravesarían graznando el húmedo corazón.
Pero él seguiría, incólume, su camino en las alturas hacia la nada.
Ni se quedaba quieto, ni se los pasaba cerca, ni bajaba la mano, ni le humillaban, ni sometía.
Pablo Aguado no lidiaba, componía. Lo suyo no era la épica tremendista sino la métrica garbosa.