Un peral salvaje descabalado se alzaba sobre la roca. Mario impertérrito ascendía entre aulagas y genista hacia la cima.
Allí se deleitó con las siluetas del horizonte al atardecer.
Imaginó transfigurarse en un íngrimo nimboestrato que el siroco llevó a los pináculos del cimborrio.
Al final del verano, miles de petirrojos le atravesarían graznando el húmedo corazón.
Pero él seguiría, incólume, su camino en las alturas hacia la nada.