En la más absoluta ingrimitud de la noche iluminada por la siempre seductora iluminación de la Luna Llena, Mario Daniel se sentía un Dios apartado y por encima de la estupidez del mundo, de ese invento mundano gregario que es la imposición del bien y el mal.
A ese sentimiento de desdén propio de un ser superior (aunque lo fuese por diferencia) se unía otro mucho más romántico: nadie sabía dónde estaba ni qué hacía. Si moría tardarían uno o dos días al menos en hallar los huesos de su cadáver, carcomidos por los buitres que volaban en círculo sobre su cabeza ansiando carnaza.
Nada podía entorpecer la maravillosa sensación de recuperar una infinita libertad natural a diario perdida...
A ese sentimiento de desdén propio de un ser superior (aunque lo fuese por diferencia) se unía otro mucho más romántico: nadie sabía dónde estaba ni qué hacía. Si moría tardarían uno o dos días al menos en hallar los huesos de su cadáver, carcomidos por los buitres que volaban en círculo sobre su cabeza ansiando carnaza.
Nada podía entorpecer la maravillosa sensación de recuperar una infinita libertad natural a diario perdida...