No había motivo para estar alegres. No había motivo para estar tristes. Entonces cada episodio de la vida era una canción de Bob Dylan. O una novela interminable de Galdós con sus personajes aún vigentes, cotidianos, corrientes. No era difícil catalogar a cualquier vecino y hallarle similitudes con algún actor del genio canario. Incluso leyendo era posible descubrir su futuro, presente y pasado. Jamás nos aburríamos, pero nos hallábamos tan absortos en nuestros pensamientos, cavilaciones y recuerdos que solíamos desconectar el cerebro, apagarlo y cometer alguna locura que nos devolviera al mundo. A veces las locuras duraban más que el estar cuerdo. A veces los sueños duraban más que las vigilias pegajosas, mortalmente eternas, tremendamente racionales que nos perseguían como perro al amo.