La lluvia se abre camino, más o menos rápidamente, a través de las capas de la ropa. Atraviesa la chaqueta y la camisa con asombrosa facilidad, hasta encontrarse de bruces con la piel. Entonces lluvia y frío se ponen de acuerdo: la lluvia lo empapa todo y el frío tiene el paso libre y te cala por completo, hasta los huesos, hasta el alma. La lluvia y el frío trabajan bien en equipo para invadir a su gusto.
El absurdo lo cala todo, todo lo alcanza, todo lo cubre, todo lo invade. Se expande como un cáncer, sin avisar, en silencio, pero con gran velocidad, corrompiéndolo todo. El absurdo nos domina, dirige nuestro rumbo y capitanea nuestro destino. Preside nuestra existencia, le da sentido a nuestra vida, explica lo inexplicable y justifica lo atroz. Teje nuestro discurso del mismo modo que construye, idea por idea, todos nuestros pensamientos, actitudes, acciones, reacciones, afectos y odios. El absurdo es tan absurdo que resulta imprescindible.