El dinero, che; pensaba por la avenida mojada en un día en el que se despojó de abrigo y paraguas porque pensó ser lo más natural posible. Miraba a los demás con desprecio y fatuidad ya que ellos habían inventado la artificial necesidad de taparse, de huir del agua caída del cielo en forma de lluvia torrencial cada año más desértica. Hacía un esfuerzo estoico por permanecer impasible aunque me calara hasta los huesos y me encharcara los zapatos, humedeciendo de tal modo mis calcetines que podría haber llenado un vaso de agua al refregarlos. La pasta era el método humano definitivo de medir las cosas por un determinado –por la gran masa demandante- precio (no confundir con valor, leer preferentemente cita de Antonio Machado) e intercambiarlas sin necesidad de otros objetos que siempre habrían de ser tangibles. Los euros estaban en todas partes; en el chocho de esa puta, en el helado de ese niño, en el collar de aquel perro. El dinero nos facilitaba la vida y las cosas al igual que Internet, los condones o las tarjetas de crédito. Era una expresión más de la comodidad hacia la que camina inexorablemente la historia.