Ya no servía en ser o no ser shakesperiano, sino el tener o no tener contemporáneo. Nadie sabía lo que significaba ser, lo que era existir. Nadie sabía nada verdaderamente interesante. Éramos demasiado mayores para jugar sin fatigarnos como niños, y demasiado niños como para no aburrirnos de ser siempre mayores. El amor no fue nunca un juego; era el juego por excelencia. Dentro de su luz nos comportábamos tal y como por naturaleza éramos. Destapaba pasiones, máscaras. El amor era algo profundo y extremo: o gozo supremo o total desdicha. Cualquier mínimo detalle en él se antojaba decisivo para conducir y determinar nuestro estado de ánimo. El amor jamás se compuso de olvidos sino de recuerdos dolorosos, fracasados y penetrantes de madrugada; de insomnio. Incluso de sueños.