Definitivamente, a mí me gustaba eso del slide away a través del tiempo y del espacio. Las grandes caminatas, los latos silencios que podrían llenar 400 universos con sus inaudibles sonidos, el ruido de mis pasos, de las suelas de mis zapatos a recorrer el camino; la observación focalizada y minuciosa de la naturaleza (de la que no escapaba el hombre), las charlas profundas con campesinos y militares anti-incendios condenados a permanecer donde están, a remanecer íngrimos obligados por las necesidades laborales, pecuniarias y sociales.
En ese preciso instante, ellos veían la calidez –si es que la tiene- de mi compañía como una salvación ante la soledad y el tedio insufrible de sus infatigables tareas. Necesitaban hablar con alguien, hacer algo y mostrárselo a alguien, compartir impresiones y puntos de vista sobre el mundo para hacer las interminables horas de labor algo más amenas. Yo por mi parte, veía una gran ocasión para escuchar, para aprender ya que aquellos hombres no decían banalidades ni tonterías –especialmente los de edad más avanzada- sino que intentaban transmitir toda su sabiduría, reflejo del saber popular, hacía los jóvenes con ganas de observar, de conocer como yo (diciéndolo con algo de fatuidad, de orgullo ante un comportamiento diferencial ante el obrar borreguil de eso que despóticamente llamamos chusma).