Y en una de tantas mañanas de esas, todas parecían ser iguales, conocí a Pepe, un personaje duro pero bonachón; popular, caminante y amante del campo; especialmente de lo virgen de este.
Según me contó, el era un empresario adinerado que pronto aborreció la vida en la urbe, sus prisas, sus atascos, su competencia eterna, el ansía por crecer, el afán de lucro, el estar atado a unos horarios inflexibles, el tanta pasta tienes tanto eres.
Él se había instalado en una pequeñísima aldea de 50 habitantes aproximadamente, adquiriendo una casa con un pequeño minifundio alrededor que empleaba como huerta cultivando allí toda clase de hortalizas y frutas.
Sin dudas, el hombre había retornado a lo primario, a la vida de hace 300 años (confesó no poseer televisión ni transistores) quedando fuera del mundo, proclamando una vida snob que seguramente jamás llevarían los que hubieran sufrido las mismas circunstancias que él –misma formación, mismo empleo, misma posición social…-. Tampoco tengo la menor hesitación, de que aquel hombre buscaba ser el perfecto salvaje que imaginó Jacobo Rosseau. Decía carecer de propiedades, por ello dejaba siempre la puerta de su casa abierta a cualquier persona de cualesquiera intenciones (también porque lo que guardaba allí no era gran cosa). De idéntica manera, no respetaba asimismo las posesiones ajenas siempre que fueran utilizadas para satisfacer las necesidades básicas humanas.