El escrito desarrollado a continuación abordará la amplísima temática que versa sobre la multiculturalidad y los derechos humanos así como las diversas impresiones propias a través de los textos a estudiar; en su estructura interna se compondrá de un desarrollo sobre el tema conforme en la mayor medida de lo posible a los requisitos exigidos.
Desarrollo
La inmigración se ha convertido en una de las cuestiones centrales del debate público en la mayoría de las sociedades desarrolladas. A las viejas pero siempre actuales discusiones éticas sobre la legitimidad de los Estados para imponer barreras a la libertad de circulación de las personas se han sumado en los últimos tiempos las derivadas de los impactos sociales, políticos, económicos y culturales de los flujos migratorios. En este contexto se produce una singular paradoja. Por un lado, los países occidentales industrializados reconocen la necesidad de importar mano de obra ante el envejecimiento de la población, la falta de oferta nativa para desempeñar determinadas actividades laborales y un si fin más de necesidades. Por otro, en esos mismos Estados se producen determinadas reacciones y corrientes hostiles hacia la inmigración que se contempla como una amenaza para la estabilidad y la identidad de las sociedades anfitrionas. En consecuencia, los gobiernos responden a los flujos migratorios con una mezcla de restricciones de los legales y amnistías de los ilegales. Esta esquizofrenia maximiza los costes derivados de la inmigración sin aprovechar los beneficios que ésta podría proporcionar.
.
El punto de partida de una reflexión acorde a la Carta de Derechos Humanos de 1948 sobre la inmigración consiste en reconocer la libertad de emigrar y de inmigrar como un derecho humano fundamental. Es incoherente defender la libre circulación de bienes, de servicios y de capitales y oponerse a la de las personas. Desde esta perspectiva, los obstáculos a la entrada o a la salida de/o en un país determinado de los individuos constituyen un atentado a sus derechos legítimos. En este marco principista, la mejor política de inmigración es la que no existe.
Sin embargo, ese enfoque se ve matizado por un elemento fundamental. Si bien es cierto que los individuos han de tener la libertad de ofrecer sus servicios en cualquier lugar del mundo, también lo es que los demás han de tener la capacidad de aceptarlos o de rehusarlos por las razones que estimen convenientes. La libertad de migración no implica pues que un “extranjero” tenga el derecho de ir donde le plazca, sino donde se le quiera recibir. En una organización social sustentada en la propiedad privada, los derechos de los individuos son condicionales, es decir, se permite el acceso a la propiedad de otro a condición de respetar las reglas y pagar el precio eventualmente demandado. De esta manera, el derecho de exclusión, con independencia de los criterios con los cuales se ejerza, es un ejercicio legítimo en una sociedad liberal y abierta, así como un mecanismo de autorregulación .
En el terreno práctico, esos criterios filosóficos se ven perturbados por un hecho: La expansión de la actividad estatal que de iure y de facto ha monopolizado el derecho de exclusión. En este marco no son los individuos de acuerdo con su libertad contractual quienes ejercen la posibilidad de aceptar o de rechazar transacciones mutuamente beneficiosas con ciudadanos de otras naciones sino los poderes públicos de acuerdo con fundamentos no sólo económico sino de otra naturaleza y que, por definición, son arbitrarios. En realidad, las autoridades gubernamentales actúan como monopolizadores de la exclusión y, por tanto, operan como los propietarios del territorio dentro del cual ejercen su soberanía. En los Estados democráticos, esto se traduce en la inexistencia de reglas estables y sensatas sobre los movimientos internacionales de población que aparecen sometidas a los distintos vaivenes de la opinión, impiden la realización de acuerdos voluntarios y libres entre la oferta de inmigración y su potencial demanda e introducen la discrecionalidad política en su regulación.
En este plano, los gobiernos democráticos se enfrentan a una dificultad insoluble a la hora de diseñar un aspecto clave de sus políticas de inmigración: La determinación de cuáles son los flujos migratorios que el país precisa. Esta es la causa determinante de buena parte de los problemas generados por la inmigración en las sociedades de acogida.
El abandonar el país de origen requiere coraje o desesperación. Emigrar no es una “comida gratis”. Tiene una serie de costes económicos, sociales, culturales y afectivos que son o pueden ser muy elevados. Esto significa que los inmigrantes suelen personas más esforzadas, audaces e imaginativas que la media de su país de origen y también que el promedio de los habitantes de la sociedad anfitriona. Por ejemplo, los miembros de las minorías étnicas en España tienen mayor propensión a convertirse en empresarios que la población “autóctona”. Los inmigrantes son normalmente las “élites” de todas las capas sociales de sus naciones de origen. Eso vale tanto para las corrientes migratorias legales como para las ilegales.
En cualquier caso, la existencia de incentivos muy poderosos para que la gente emigre, con independencia de su deseabilidad, plantea serias dificultades para articular medidas restrictivas que funcionen. Los flujos migratorios se han acelerado de manera sustancial en los últimos quince años y todo indica que esa tendencia se intensificará en el corto, en el medio y en el largo plazo.
Los motores más importantes que impulsan la inmigración hacia los países ricos en el lado de la oferta son básicamente cuatro: I) Las oportunidades de empleo y los deseos de mejorar el nivel de ingresos funcionan como un poderoso imán de atracción; II) el caos y la represión política existentes en los países exportadores de mano de obra también I) la transición de economías agrarias a la industrialización ya que esta implica una nueva reasignación de los recursos desde sectores primarios a la industria que provoca flujos migratorios del campo a la ciudad y al extranjero y IV) los programas de bienestar social existentes en las naciones desarrolladas que actúan como un mecanismo de atracción que en muchos casos incentiva la entrada de buscadores de rentas más que de creadores de riqueza.
Por lo que se refiere a la demanda en los países que reciben emigrantes, los elementos que impulsan la inmigración son los siguientes: I) La demanda de una fuerza laboral para actividades que no desean realizar los nativos; II) la escasez de mano de obra cualificada para determinadas actividades en las economías avanzadas y III) el envejecimiento de la población que exige importar mano de obra para sostener el crecimiento económico y para evitar que recaiga sobre la población nativa ocupada una carga fiscal abrumadora. Esos tres factores se retro alimentan ya que las sociedades ricas y envejecidas crean puestos de trabajo que la población del país receptor no quiere ocupar. Por último, los países industrializados intentan captar también capital humano cualificado para trabajos en los cuales la oferta doméstica no es suficiente. Esto significa que la demanda de trabajadores va a aumentar tanto en los segmentos altos del mercado como en los bajos.
El grueso de los flujos de población a escala internacional se concentra en inmigrantes poco cualificados que se ven atraídos por las posibilidades de prosperar que les abren las sociedades opulentas. La mayoría de ellos no tienen vocación de permanencia en el país anfitrión y aspiran a retornar a sus lugares de origen. Estos constituyen también la parte del león de los ilegales. Los involuntarios, esto es, los refugiados, los demandantes de asilo se han incrementado de manera sustancial en los últimos veinte años a causa de los procesos políticos y de los conflictos bélicos que se han producido en algunas regiones del planeta.
En un entorno de libre circulación de capitales, las barreras a la inmigración o los aranceles no lograrían detener el proceso de ajuste derivado de los intentos de elevar o de preservar los salarios de los nativos de manera artificial protegiéndoles de la hipotética competencia de la mano de obra extranjera. Simplemente, este proceso seguirá su curso en forma de una aumento de las exportaciones de capital a los países con salarios más bajos. Al mismo tiempo, los ciudadanos de los países con unas restricciones inmigratorias fuertes pueden perder como consumidores lo que creen ganar como trabajadores, ya que las restricciones imponen obstáculos a la división internacional del trabajo, a una eficiente localización de la producción y de la población lo que reduce el bienestar general.
En cualquier caso, el desempleo no guarda relación de causalidad con la inmigración sino con la mayor o menor flexibilidad del mercado de trabajo. El problema básico en sociedades con un paro elevado y con rigidez laboral es que la llegada masiva de inmigrantes puede crear tensiones sociales y políticas, empujar a esas personas a la marginalidad e imponer una sobrecarga a los presupuestos públicos como consecuencia de las prestaciones sociales y otros costes derivados de la inmigración.
Por lo que se refiere al impacto de la inmigración sobre el Estado del Bienestar, sobre los impuestos y sobre los gastos estatales la evidencia empírica cosechada es mixta y no permite extraer conclusiones definitivas. En un primer momento, los inmigrantes son generalmente contribuyentes netos a las arcas públicas porque constituyen mayoritariamente un colectivo de individuos jóvenes en edad de trabajar y el país receptor no ha tenido que pagar su educación. Ahora bien, este panorama cambia si se contempla en términos dinámicos. En efecto, los inmigrantes tienden a crear familias más grandes que los nativos, a ser más pobres y tienen más posibilidades de caer en el paro en coyunturas de debilidad económica. Así pues, su demanda de gasto social puede ser superior a la de la población nativa. Al mismo tiempo, los Estados con más amplios sistemas de protección social atraen más inmigrantes y éstos permanecen más tiempo en ellos..
Por el contrario, la estabilización y/o la disminución del número de inmigrantes recibidos por Europa tendría un efecto demoledor sobre el nivel de vida de los nativos europeos en edad de trabajar que deberían soportar una carga fiscal desproporcionada para sostener a una población pasiva muy elevada.
Uno de los factores que focalizan el debate sobre las corrientes migratorias es el espectacular crecimiento de la inmigración ilegal. A ella se asocian las peores manifestaciones del fenómeno migratorio: delincuencia, explotación etc. En términos simples se trata tan sólo de una divergencia entre el número de individuos extranjeros que un país está dispuesto a aceptar y quienes quieren entrar en él. Como los costes legales y administrativos de ser inmigrante legal son muy altos en la mayoría de los Estados desarrollados, la emergencia de un mercado negro que permita eludir esas restricciones es inevitable. También lo es el desarrollo de una floreciente actividad empresarial que ha convertido el tráfico ilegal de inmigrantes en un próspero negocio.
Una razón expuesta por aquellos sectores contrarios a la inmigración es el de su relación con la delincuencia. La pregunta es sencilla: ¿Tienen los inmigrantes una mayor propensión a cometer delitos que los nativos? Resulta obvio que a medida que aumenta el número de extranjeros en un país, también lo hace el número de violaciones de la ley cometidos por ellos en términos absolutos. Es pura lógica estadística. Ahora bien, la mayoría de los estudios realizados sobre la materia no muestran que haya una relación constante y estable entre delincuencia e inmigración. La población inmigrada no tiene siempre y en todas partes tasas de criminalidad mayores, menores o iguales que la autóctona. Todo depende del lugar y del período que se considere. Para decirlo con claridad, el incremento de los flujos migratorios no se traduce de manera inexorable en una amenaza para la seguridad de la sociedad huésped..
Del mismo modo, en multitud de ocasiones se asocia la percepción de la imagen mayor inmigración/mayor criminalidad por amplios sectores a la opinión a la singular atención concedida por los medios de comunicación a las actividades delictivas desplegadas por los no nativos. Esto no significa que no haya épocas en las cuales, el índice de criminalidad ha sido superior en la población inmigrada que en la nativa. Pero en el largo plazo y en términos relativos, los delitos cometidos por ambos colectivos tienden a ser similares
Los argumentos económicos son necesarios pero no suficientes para suavizar las fuertes restricciones legales a la inmigración y la oposición a ella existente en extensos sectores de la opinión pública. Los inmigrantes y los nativos a menudo sienten sentimientos encontrados en sus relaciones de convivencia. Los primeros quieren sentirse en casa pero también mantener, con distinta intensidad, sus valores y su cultura. Los segundos aspiran a integrar a los inmigrantes sin alterar los fundamentos del orden social. Este dilema se plantea con mayor intensidad en Europa y en concreto en nuestro país que en los EE.UU. América tiene una larga experiencia en hacer coexistir culturas diferentes. Europa carece de ella y además se enfrenta a una poderosa corriente migratoria procedente de un mundo muy distinto al suyo, como lo es el Islam, que es percibido en muchos ámbitos como una amenaza, que se siente de manera más intensa desde los acontecimientos del 11-S, y el 11-M.
En nuestro ámbito, debemos destacar que el prejuicio contra el Islam tiene una larga historia en España. No viene al caso remontarse en esta conferencia a la imagen deformada desde un combate religioso que alcanzó su cénit entre los siglos XVI y XVII. Cénit que sirvió para la justificación de una exclusión que terminó en expulsión masiva de una minoría, los moriscos.
Giovanni Sartori, en su texto, ha posicionado al musulmán como "enemigo cultural" de la Europa civilizada. Para llegar a esta conclusión se apoya en una visión reduccionista del Islam, convertido en "cultura teocrática que no separa el Estado civil del Estado religioso y que identifica al ciudadano con el creyente", en una religión que no reconoce la ciudadanía más que a sus fieles. Pero ver el Islam en abstracto, como se pretendió definir hace 14 siglos, sin querer reconocer que en la mayor parte de los estados musulmanes de hoy los musulmanes viven en sociedades donde de facto las dos esferas de lo civil y lo religioso se encuentran separadas aunque no digan reconocerlo, sometidas a sistemas jurídicos inspirados en los europeos y sin más condicionamientos al derecho islámico que los que marca el derecho de familia, es aferrarse a una visión del Islam fuera de la realidad. Querer convertir en intérpretes del Islam a los sectores más oscurantistas, violentos y antioccidentales como son los movimientos islamistas, es ignorancia o mala fe, pues de ninguna manera encarnan el islam que practica la mayoría de los ciudadanos que provienen de esos países.
El desconocimiento profundo del Islam en nuestro país permite su fácil diabolización en los medios de comunicación y la opinión pública. El practicante islámico obedece cada vez más a su propia voluntad. No es la coerción social y cultural de su esfera familiar la que le mueve a practicar su religión sino su decisión personal.
No obstante, el problema fundamental es el de mezclar los principios democráticos de un Estado occidental y plural con los intereses de ciertos sectores integristas musulmanes, cuyos principios actuales se basan en valores contrarios a la tolerancia, el respeto y la democracia. La reciprocidad es un factor muy importante, mientras que en multitud los países musulmanes no existen ni la democracia ni la libertad de culto y ocurren sucesos trágicos como el recientemente acaecido en Egipto, resulta paradójico que las comunidades musulmanas pretendan aprovecharse de la laicidad de los estado democráticos en su propio beneficio cuando ellos no lo harían nunca en sus países de origen.
Por otro lado, las restricciones a la inmigración son inútiles y no van a lograr detener las corrientes migratorias. Ahora bien parece obvio que los habitantes de cualquier país se horrorizan ante la idea de que una masiva ola de extranjeros les “invada”, por temor a que un día queden convertidos en una minoría dentro de su propio territorio y/o a que minorías externas cohesionadas, con fuertes incentivos para la acción colectiva puedan alterar el hábitat institucional y cultural de la nación vendiendo sus votos a quienes les concedan determinados privilegios. Guste o no, esos temores existen y son alimentados desde muy distintas esferas de la opinión pública.
¿Qué valores morales y normas de comportamiento deben exigirse que la gente respete en una sociedad abierta? La respuesta es muy sencilla: Los principios del Estado de Derecho. Los inmigrantes han de aceptar las reglas de la comunidad en la cual desean entrar como invitados o como socios. Esto supone respetar las leyes y los valores de las sociedades de acogida. Los “extranjeros” no pueden recibir trato discriminatorio alguno ni a favor ni en contra. Sus costumbres, sus valores, sus tradiciones han de ser permitidas siempre y cuando se ejerzan en la esfera privada y no violen la legalidad vigente. En nombre de la protección del derecho a la libertad de expresión y de religión no se puede tolerar la incitación a la violencia de un imán como no se tolera la de cualquier otro individuo sea nativo o extranjero. Como se ha comentado antes, la propensión a delinquir de los inmigrantes no es superior a la de los nativos y, por tanto, no se elimina con leyes más restrictivas si no mediante la aplicación de la ley.
Ese marco de referencia se ve erosionado por la actitud de los propios gobiernos, en especial de los europeos, quienes practican una política equivocada con un impacto potencial explosivo. Por un lado levantan barreras elevadas a la inmigración legal; por otro suelen conceder a los inmigrantes de culturas foráneas un plus de derechos en función de su pertenencia a una minoría étnica, cultural o religiosa. Esta infección multiculturalista es la causa de uno de los peores subproductos derivados de los flujos migratorios procedentes de algunas áreas, en concreto, de la sanción legal del “sistemas de tribu”, de ghettos, de separaciones culturales desintegradoras, no integradoras. Esta es la fuente principal de las tensiones generadas por determinados huéspedes en las sociedades anfitrionas, el freno más poderoso a su asimilación y un factor determinante de la hostilidad hacia la inmigración existente en algunas zonas de Europa. Los derechos de ciudadanía son la esencia de una sociedad abierta y si se reformulan en “derechos de ciudadanías” (plurales y separadas), aquella se rompe y se subdivide en sociedades cerradas.
En un esquema de multiculturalismo legalmente sancionado pueden surgir graves problemas porque la segunda generación de inmigrantes tiene serias dificultades para definir su papel en esa misma sociedad que ha aceptado, incorporado y sancionado la diversidad cultural. Esto tiende a generar un clima de hostilidad y de alineación entre huéspedes y anfitriones con connotaciones explosivas. Los hijos de los inmigrantes, a diferencia de sus padres, tendrán serias dificultades para contemplar la sociedad de acogida como la Tierra Prometida. De esta forma, sus demandas de reconocimiento normativo de sus peculiaridades se convierten en un elemento de exclusión, en un obstáculo para su integración. Esto no afecta sólo ni principalmente a las comunidades musulmanas, sino a todas aquellas que hacen de sus elementos diferenciales mundo autárquico y autosuficiente.
Desarrollo
La inmigración se ha convertido en una de las cuestiones centrales del debate público en la mayoría de las sociedades desarrolladas. A las viejas pero siempre actuales discusiones éticas sobre la legitimidad de los Estados para imponer barreras a la libertad de circulación de las personas se han sumado en los últimos tiempos las derivadas de los impactos sociales, políticos, económicos y culturales de los flujos migratorios. En este contexto se produce una singular paradoja. Por un lado, los países occidentales industrializados reconocen la necesidad de importar mano de obra ante el envejecimiento de la población, la falta de oferta nativa para desempeñar determinadas actividades laborales y un si fin más de necesidades. Por otro, en esos mismos Estados se producen determinadas reacciones y corrientes hostiles hacia la inmigración que se contempla como una amenaza para la estabilidad y la identidad de las sociedades anfitrionas. En consecuencia, los gobiernos responden a los flujos migratorios con una mezcla de restricciones de los legales y amnistías de los ilegales. Esta esquizofrenia maximiza los costes derivados de la inmigración sin aprovechar los beneficios que ésta podría proporcionar.
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El punto de partida de una reflexión acorde a la Carta de Derechos Humanos de 1948 sobre la inmigración consiste en reconocer la libertad de emigrar y de inmigrar como un derecho humano fundamental. Es incoherente defender la libre circulación de bienes, de servicios y de capitales y oponerse a la de las personas. Desde esta perspectiva, los obstáculos a la entrada o a la salida de/o en un país determinado de los individuos constituyen un atentado a sus derechos legítimos. En este marco principista, la mejor política de inmigración es la que no existe.
Sin embargo, ese enfoque se ve matizado por un elemento fundamental. Si bien es cierto que los individuos han de tener la libertad de ofrecer sus servicios en cualquier lugar del mundo, también lo es que los demás han de tener la capacidad de aceptarlos o de rehusarlos por las razones que estimen convenientes. La libertad de migración no implica pues que un “extranjero” tenga el derecho de ir donde le plazca, sino donde se le quiera recibir. En una organización social sustentada en la propiedad privada, los derechos de los individuos son condicionales, es decir, se permite el acceso a la propiedad de otro a condición de respetar las reglas y pagar el precio eventualmente demandado. De esta manera, el derecho de exclusión, con independencia de los criterios con los cuales se ejerza, es un ejercicio legítimo en una sociedad liberal y abierta, así como un mecanismo de autorregulación .
En el terreno práctico, esos criterios filosóficos se ven perturbados por un hecho: La expansión de la actividad estatal que de iure y de facto ha monopolizado el derecho de exclusión. En este marco no son los individuos de acuerdo con su libertad contractual quienes ejercen la posibilidad de aceptar o de rechazar transacciones mutuamente beneficiosas con ciudadanos de otras naciones sino los poderes públicos de acuerdo con fundamentos no sólo económico sino de otra naturaleza y que, por definición, son arbitrarios. En realidad, las autoridades gubernamentales actúan como monopolizadores de la exclusión y, por tanto, operan como los propietarios del territorio dentro del cual ejercen su soberanía. En los Estados democráticos, esto se traduce en la inexistencia de reglas estables y sensatas sobre los movimientos internacionales de población que aparecen sometidas a los distintos vaivenes de la opinión, impiden la realización de acuerdos voluntarios y libres entre la oferta de inmigración y su potencial demanda e introducen la discrecionalidad política en su regulación.
En este plano, los gobiernos democráticos se enfrentan a una dificultad insoluble a la hora de diseñar un aspecto clave de sus políticas de inmigración: La determinación de cuáles son los flujos migratorios que el país precisa. Esta es la causa determinante de buena parte de los problemas generados por la inmigración en las sociedades de acogida.
El abandonar el país de origen requiere coraje o desesperación. Emigrar no es una “comida gratis”. Tiene una serie de costes económicos, sociales, culturales y afectivos que son o pueden ser muy elevados. Esto significa que los inmigrantes suelen personas más esforzadas, audaces e imaginativas que la media de su país de origen y también que el promedio de los habitantes de la sociedad anfitriona. Por ejemplo, los miembros de las minorías étnicas en España tienen mayor propensión a convertirse en empresarios que la población “autóctona”. Los inmigrantes son normalmente las “élites” de todas las capas sociales de sus naciones de origen. Eso vale tanto para las corrientes migratorias legales como para las ilegales.
En cualquier caso, la existencia de incentivos muy poderosos para que la gente emigre, con independencia de su deseabilidad, plantea serias dificultades para articular medidas restrictivas que funcionen. Los flujos migratorios se han acelerado de manera sustancial en los últimos quince años y todo indica que esa tendencia se intensificará en el corto, en el medio y en el largo plazo.
Los motores más importantes que impulsan la inmigración hacia los países ricos en el lado de la oferta son básicamente cuatro: I) Las oportunidades de empleo y los deseos de mejorar el nivel de ingresos funcionan como un poderoso imán de atracción; II) el caos y la represión política existentes en los países exportadores de mano de obra también I) la transición de economías agrarias a la industrialización ya que esta implica una nueva reasignación de los recursos desde sectores primarios a la industria que provoca flujos migratorios del campo a la ciudad y al extranjero y IV) los programas de bienestar social existentes en las naciones desarrolladas que actúan como un mecanismo de atracción que en muchos casos incentiva la entrada de buscadores de rentas más que de creadores de riqueza.
Por lo que se refiere a la demanda en los países que reciben emigrantes, los elementos que impulsan la inmigración son los siguientes: I) La demanda de una fuerza laboral para actividades que no desean realizar los nativos; II) la escasez de mano de obra cualificada para determinadas actividades en las economías avanzadas y III) el envejecimiento de la población que exige importar mano de obra para sostener el crecimiento económico y para evitar que recaiga sobre la población nativa ocupada una carga fiscal abrumadora. Esos tres factores se retro alimentan ya que las sociedades ricas y envejecidas crean puestos de trabajo que la población del país receptor no quiere ocupar. Por último, los países industrializados intentan captar también capital humano cualificado para trabajos en los cuales la oferta doméstica no es suficiente. Esto significa que la demanda de trabajadores va a aumentar tanto en los segmentos altos del mercado como en los bajos.
El grueso de los flujos de población a escala internacional se concentra en inmigrantes poco cualificados que se ven atraídos por las posibilidades de prosperar que les abren las sociedades opulentas. La mayoría de ellos no tienen vocación de permanencia en el país anfitrión y aspiran a retornar a sus lugares de origen. Estos constituyen también la parte del león de los ilegales. Los involuntarios, esto es, los refugiados, los demandantes de asilo se han incrementado de manera sustancial en los últimos veinte años a causa de los procesos políticos y de los conflictos bélicos que se han producido en algunas regiones del planeta.
En un entorno de libre circulación de capitales, las barreras a la inmigración o los aranceles no lograrían detener el proceso de ajuste derivado de los intentos de elevar o de preservar los salarios de los nativos de manera artificial protegiéndoles de la hipotética competencia de la mano de obra extranjera. Simplemente, este proceso seguirá su curso en forma de una aumento de las exportaciones de capital a los países con salarios más bajos. Al mismo tiempo, los ciudadanos de los países con unas restricciones inmigratorias fuertes pueden perder como consumidores lo que creen ganar como trabajadores, ya que las restricciones imponen obstáculos a la división internacional del trabajo, a una eficiente localización de la producción y de la población lo que reduce el bienestar general.
En cualquier caso, el desempleo no guarda relación de causalidad con la inmigración sino con la mayor o menor flexibilidad del mercado de trabajo. El problema básico en sociedades con un paro elevado y con rigidez laboral es que la llegada masiva de inmigrantes puede crear tensiones sociales y políticas, empujar a esas personas a la marginalidad e imponer una sobrecarga a los presupuestos públicos como consecuencia de las prestaciones sociales y otros costes derivados de la inmigración.
Por lo que se refiere al impacto de la inmigración sobre el Estado del Bienestar, sobre los impuestos y sobre los gastos estatales la evidencia empírica cosechada es mixta y no permite extraer conclusiones definitivas. En un primer momento, los inmigrantes son generalmente contribuyentes netos a las arcas públicas porque constituyen mayoritariamente un colectivo de individuos jóvenes en edad de trabajar y el país receptor no ha tenido que pagar su educación. Ahora bien, este panorama cambia si se contempla en términos dinámicos. En efecto, los inmigrantes tienden a crear familias más grandes que los nativos, a ser más pobres y tienen más posibilidades de caer en el paro en coyunturas de debilidad económica. Así pues, su demanda de gasto social puede ser superior a la de la población nativa. Al mismo tiempo, los Estados con más amplios sistemas de protección social atraen más inmigrantes y éstos permanecen más tiempo en ellos..
Por el contrario, la estabilización y/o la disminución del número de inmigrantes recibidos por Europa tendría un efecto demoledor sobre el nivel de vida de los nativos europeos en edad de trabajar que deberían soportar una carga fiscal desproporcionada para sostener a una población pasiva muy elevada.
Uno de los factores que focalizan el debate sobre las corrientes migratorias es el espectacular crecimiento de la inmigración ilegal. A ella se asocian las peores manifestaciones del fenómeno migratorio: delincuencia, explotación etc. En términos simples se trata tan sólo de una divergencia entre el número de individuos extranjeros que un país está dispuesto a aceptar y quienes quieren entrar en él. Como los costes legales y administrativos de ser inmigrante legal son muy altos en la mayoría de los Estados desarrollados, la emergencia de un mercado negro que permita eludir esas restricciones es inevitable. También lo es el desarrollo de una floreciente actividad empresarial que ha convertido el tráfico ilegal de inmigrantes en un próspero negocio.
Una razón expuesta por aquellos sectores contrarios a la inmigración es el de su relación con la delincuencia. La pregunta es sencilla: ¿Tienen los inmigrantes una mayor propensión a cometer delitos que los nativos? Resulta obvio que a medida que aumenta el número de extranjeros en un país, también lo hace el número de violaciones de la ley cometidos por ellos en términos absolutos. Es pura lógica estadística. Ahora bien, la mayoría de los estudios realizados sobre la materia no muestran que haya una relación constante y estable entre delincuencia e inmigración. La población inmigrada no tiene siempre y en todas partes tasas de criminalidad mayores, menores o iguales que la autóctona. Todo depende del lugar y del período que se considere. Para decirlo con claridad, el incremento de los flujos migratorios no se traduce de manera inexorable en una amenaza para la seguridad de la sociedad huésped..
Del mismo modo, en multitud de ocasiones se asocia la percepción de la imagen mayor inmigración/mayor criminalidad por amplios sectores a la opinión a la singular atención concedida por los medios de comunicación a las actividades delictivas desplegadas por los no nativos. Esto no significa que no haya épocas en las cuales, el índice de criminalidad ha sido superior en la población inmigrada que en la nativa. Pero en el largo plazo y en términos relativos, los delitos cometidos por ambos colectivos tienden a ser similares
Los argumentos económicos son necesarios pero no suficientes para suavizar las fuertes restricciones legales a la inmigración y la oposición a ella existente en extensos sectores de la opinión pública. Los inmigrantes y los nativos a menudo sienten sentimientos encontrados en sus relaciones de convivencia. Los primeros quieren sentirse en casa pero también mantener, con distinta intensidad, sus valores y su cultura. Los segundos aspiran a integrar a los inmigrantes sin alterar los fundamentos del orden social. Este dilema se plantea con mayor intensidad en Europa y en concreto en nuestro país que en los EE.UU. América tiene una larga experiencia en hacer coexistir culturas diferentes. Europa carece de ella y además se enfrenta a una poderosa corriente migratoria procedente de un mundo muy distinto al suyo, como lo es el Islam, que es percibido en muchos ámbitos como una amenaza, que se siente de manera más intensa desde los acontecimientos del 11-S, y el 11-M.
En nuestro ámbito, debemos destacar que el prejuicio contra el Islam tiene una larga historia en España. No viene al caso remontarse en esta conferencia a la imagen deformada desde un combate religioso que alcanzó su cénit entre los siglos XVI y XVII. Cénit que sirvió para la justificación de una exclusión que terminó en expulsión masiva de una minoría, los moriscos.
Giovanni Sartori, en su texto, ha posicionado al musulmán como "enemigo cultural" de la Europa civilizada. Para llegar a esta conclusión se apoya en una visión reduccionista del Islam, convertido en "cultura teocrática que no separa el Estado civil del Estado religioso y que identifica al ciudadano con el creyente", en una religión que no reconoce la ciudadanía más que a sus fieles. Pero ver el Islam en abstracto, como se pretendió definir hace 14 siglos, sin querer reconocer que en la mayor parte de los estados musulmanes de hoy los musulmanes viven en sociedades donde de facto las dos esferas de lo civil y lo religioso se encuentran separadas aunque no digan reconocerlo, sometidas a sistemas jurídicos inspirados en los europeos y sin más condicionamientos al derecho islámico que los que marca el derecho de familia, es aferrarse a una visión del Islam fuera de la realidad. Querer convertir en intérpretes del Islam a los sectores más oscurantistas, violentos y antioccidentales como son los movimientos islamistas, es ignorancia o mala fe, pues de ninguna manera encarnan el islam que practica la mayoría de los ciudadanos que provienen de esos países.
El desconocimiento profundo del Islam en nuestro país permite su fácil diabolización en los medios de comunicación y la opinión pública. El practicante islámico obedece cada vez más a su propia voluntad. No es la coerción social y cultural de su esfera familiar la que le mueve a practicar su religión sino su decisión personal.
No obstante, el problema fundamental es el de mezclar los principios democráticos de un Estado occidental y plural con los intereses de ciertos sectores integristas musulmanes, cuyos principios actuales se basan en valores contrarios a la tolerancia, el respeto y la democracia. La reciprocidad es un factor muy importante, mientras que en multitud los países musulmanes no existen ni la democracia ni la libertad de culto y ocurren sucesos trágicos como el recientemente acaecido en Egipto, resulta paradójico que las comunidades musulmanas pretendan aprovecharse de la laicidad de los estado democráticos en su propio beneficio cuando ellos no lo harían nunca en sus países de origen.
Por otro lado, las restricciones a la inmigración son inútiles y no van a lograr detener las corrientes migratorias. Ahora bien parece obvio que los habitantes de cualquier país se horrorizan ante la idea de que una masiva ola de extranjeros les “invada”, por temor a que un día queden convertidos en una minoría dentro de su propio territorio y/o a que minorías externas cohesionadas, con fuertes incentivos para la acción colectiva puedan alterar el hábitat institucional y cultural de la nación vendiendo sus votos a quienes les concedan determinados privilegios. Guste o no, esos temores existen y son alimentados desde muy distintas esferas de la opinión pública.
¿Qué valores morales y normas de comportamiento deben exigirse que la gente respete en una sociedad abierta? La respuesta es muy sencilla: Los principios del Estado de Derecho. Los inmigrantes han de aceptar las reglas de la comunidad en la cual desean entrar como invitados o como socios. Esto supone respetar las leyes y los valores de las sociedades de acogida. Los “extranjeros” no pueden recibir trato discriminatorio alguno ni a favor ni en contra. Sus costumbres, sus valores, sus tradiciones han de ser permitidas siempre y cuando se ejerzan en la esfera privada y no violen la legalidad vigente. En nombre de la protección del derecho a la libertad de expresión y de religión no se puede tolerar la incitación a la violencia de un imán como no se tolera la de cualquier otro individuo sea nativo o extranjero. Como se ha comentado antes, la propensión a delinquir de los inmigrantes no es superior a la de los nativos y, por tanto, no se elimina con leyes más restrictivas si no mediante la aplicación de la ley.
Ese marco de referencia se ve erosionado por la actitud de los propios gobiernos, en especial de los europeos, quienes practican una política equivocada con un impacto potencial explosivo. Por un lado levantan barreras elevadas a la inmigración legal; por otro suelen conceder a los inmigrantes de culturas foráneas un plus de derechos en función de su pertenencia a una minoría étnica, cultural o religiosa. Esta infección multiculturalista es la causa de uno de los peores subproductos derivados de los flujos migratorios procedentes de algunas áreas, en concreto, de la sanción legal del “sistemas de tribu”, de ghettos, de separaciones culturales desintegradoras, no integradoras. Esta es la fuente principal de las tensiones generadas por determinados huéspedes en las sociedades anfitrionas, el freno más poderoso a su asimilación y un factor determinante de la hostilidad hacia la inmigración existente en algunas zonas de Europa. Los derechos de ciudadanía son la esencia de una sociedad abierta y si se reformulan en “derechos de ciudadanías” (plurales y separadas), aquella se rompe y se subdivide en sociedades cerradas.
En un esquema de multiculturalismo legalmente sancionado pueden surgir graves problemas porque la segunda generación de inmigrantes tiene serias dificultades para definir su papel en esa misma sociedad que ha aceptado, incorporado y sancionado la diversidad cultural. Esto tiende a generar un clima de hostilidad y de alineación entre huéspedes y anfitriones con connotaciones explosivas. Los hijos de los inmigrantes, a diferencia de sus padres, tendrán serias dificultades para contemplar la sociedad de acogida como la Tierra Prometida. De esta forma, sus demandas de reconocimiento normativo de sus peculiaridades se convierten en un elemento de exclusión, en un obstáculo para su integración. Esto no afecta sólo ni principalmente a las comunidades musulmanas, sino a todas aquellas que hacen de sus elementos diferenciales mundo autárquico y autosuficiente.