Y un buen mediodía de verano, me colé en su casa con el insano anhelo de contemplarla desnuda en silencio y soledad. Lo conseguí. Escondido dentro de su armario entre su ropa; la vi desvestirse para gozar de la naturalidad y libertad del despojo. La seguí sigilosa y cuidadosamente mientras ella desempeñaba labores domésticas, cotidianas con una alegría en la que no reparaba, automática la cual se captaba por el tono de voz empleado al cantar canciones pegadizas y populares. Veía como sus pechos se movían deliciosamente con retardo al resto de su cuerpo; dando botecitos ya liberados de todo sostén. Sus repugnantes estrías localizadas en la parte superior de ambos muslos ya lindantes con la peluda ingle parecían cicatrices enormes y negras esperando a ser cerradas. La sola visión de su cuerpo al natural motivábame a seguir un impulso erótico irresistible, incompungible. No se podía decir que su figura fuera extraordinaria o incluso bella. No obstante, era provocativa, atractiva tanto que me desnudé y me deslicé hacia ella como animal en celo. Ella, terriblemente asustada, agarró un cuchillo que su abuelo empleaba para hacer figuras con troncos de madera y pretendió clavármelo entre las piernas sin haber advertido mi identidad presente logrando a menos incrustármelo en la parte anterior superior de mi pierna; próxima al muslo. Yo, cobarde, al ver como la sangre comenzaba a salir a borbotones huí despavorido en busca de su ayuda reclamando socorro con la pierna (y todo el cuerpo) desnuda manchada de un líquido viscoso que se me pegaba a los pelos de la pantorrilla. Ella al reconocerme, salió en mi ayuda y me frenó el hematoma ya que poseía unos conocimientos avanzados en medicina. Tremendamente avergonzado, le pedí mil veces perdón sin atender a explicaciones; que tal vez fueran inexistentes más allá del calentón de unos instantes.