Sin embargo, puede ser que estas ciencias ocupadas de tratar, solucionar, y principalmente dotar de explicaciones lógicas, coherentes y con sentido del mundo interior, del deep inside humano, de cómo, porqué, para qué y ante cuáles circunstancias respondemos a los diversísimos estímulos obtenidos y procesados mediante el intelecto y los sentidos no fuesen más que algo inútil, abstracto, falible y por encima de todo, prácticamente inadaptables a las reglas de la economía de mercado (más o menos pura) en la que tenemos asentado nuestro sistema y marcadas como cartas inmutables, pese a que su paradero sea decidido por el jugador, la totalidad de nuestras situaciones vividas, viviéndose y por vivir. Estoy hablando quizá de las artes y aquellas disciplinas como la psiquiatría, psicología, sociología y un infinito etcétera de estudios y prácticas que de una manera u otra tocan lo comentado –pongamos por ejemplo el marketing; para vender un producto es imprescindible conocer al ser humano, sus preferencias, su manera de vivir y ver la vida…- sin olvidarnos de otros flecos transcendentales de la cotidianeidad tales como los intercambios de ideas y la comunicación verbal (charlas, diálogos, conferencias, etc.) o la no verbal (que a pesar de ser minusvalorada era tan o más importante que la anterior), origen de los rumores, cotilleos, parábolas, refranes e historias que constituían el saber popular; conocimientos útiles y descriptivos en cuanto reflejaran la realidad en su trasfondo, en su contenido a los que un buen día a algún loco se le ocurrió encerrar para la posteridad inventando para ello un nuevo método de comunicación diferida y recuperable: el lenguaje escrito.