domingo, 6 de marzo de 2011

Sombras en la noche (XXXVI)



Y es que esto de vivir no era fácil, no era un juego de niños como todos hubimos pensado en los albores de nuestra existencia. Y qué no hubiéramos dado por que lo fuera aunque sólo fuese por un segundo más. Los años ya empezaban a pesar en la memoria. Los silencios y los vacíos en los que nos sumergíamos nos sumían en la mediocridad, la desesperanza, la impaciencia, el tedium vitae, en esa insatisfacción que padece el glotón cuando ve que el gigantesco filete que acaba de engullir no le ha saciado sino todo lo contrario; le invita a comer más y más hasta reventar sin haberse hartado nunca, sin haber dicho ya, ya estoy contento con lo que comí. En ese momento, la mente no existía, todo se concentraba en una angustia localizada en la boca del estómago que rodeaba al cuerpo en un aura de ansiedad permanente que iba in crescendo ineluctablemente. En aquél momento, deseaba tener a mano cualquier tipo de droga que me pudiera causar (a largo plazo) un problema aún mayor al del estómago. Yo creía o pretendía creer que el mundo de las sensaciones y los sentimientos; era un terreno inabordado por el hombre, por las disciplinas científicas. Tal vez fuera inabordable por ser tan peculiar, subjetivo y personal. Erré. Leí libros en los que el autor atinaba a describir ciertos patrones comunes –lo que mostraba lo hube sentido en mi piel- que aludían en último término a las vivencias (incluso las minúsculas) y la experiencia del lector. El ulterior y principal propósito del emisor (sea cual fuere el mensaje) es la complicidad del receptor, el hallar similitudes.