Hubiera dado encantado dos cartones de cigarrillos matinales, vespertinos; de esos que te fumas antes de desayunar, de lavarte y de vestirte en cualquier lado: en el patio, en una ventana, en el balcón o la terraza, en el baño arrojando las cenizas al lavabo o incluso en la cocina sentado en un taburete junto a una mesa raída por tanto cuchillo y tanto fuego. Eso era lo mismo que despojarme de la tranquilidad que me daba fumar al comienzo de la jornada para afrontar esta, lo mismo que despegarme a un vicio que merced a la (mala) costumbre ya se había vuelto una necesidad primaria y de ámbito vital como lo era por ejemplo el café de media mañana o mediodía. Ese tipo de pequeñeces tan enormes en su ausencia las hubiera dado con sumo gusto por ser durante 5 míseros e insuficientes minutos ella. Por meterme en su cabeza para saber qué había vivido, cómo se veía la vida desde su atalaya y por supuesto, sentir lo que le proporcionaba mi extraña compañía.