sábado, 19 de marzo de 2011

Sombras en la noche (XXXIX)


En aquellos momentos, me daba por sentarme solo y aislado en una postura próxima a la del Pensador  de Rodin para contar, enumerar y disfrutar los deseos rotos que jamás lograría realizar. De repente, sentía un gusto, una fruición macabra por la desgracia, por mí desgracia. Era una especie de masoquismo que radicaba en el propio odio que mantenía hacia mi persona. Tal vez fuera porque yo jamás sería lo que yo quería ser. La sola idea de fabricarme a mí mismo con total (y digo total, cosa inexistente) libertad, eligiendo cada minúsculo y fútil aspecto de mi propio ser era no menos que fascinante. El hombre que se hizo a sí mismo a partir de la nada. Un sueño fantástico en el que hubiera escogido ser inmortal para acabar suicidándome. Pero la cosa no finalizaba ahí ni mucho menos; también asumiría la creación y el control de mi–a pesar de no ser mío- mundo externo de tal modo que todo estuviera sometido a mi libre albedrío.