Estábamos convencidos de que algo nos estaba destruyendo por dentro. No sabíamos si era el amor, el tiempo o los melocotones en almíbar que ingeríamos desde el refrigerador incluso cuando yacían caducados de dos meses. Esos duraznos que teníamos pena de tirar y acabábamos por comer porque tirarlos sería un verdadero desperdicio, una pena, un desaprovechamiento del típico niño mimado consumista (no confundir con comunista salvo en inhonrosas y frecuentes excepciones) que al tener de todo no aprecia nada.